Comentario
No cabía duda de que las resoluciones beneficiaban a los Habsburgo y perjudicaban a los Borbones españoles. Preocupados por el rechazo de Carlos VI al Tratado de Utrecht y las reivindicaciones dinásticas de Madrid, los aliados revisaron los pactos de 1713-1714 para acabar con las negativas de Viena al cambio de Cerdeña por Sicilia, de indiscutible valor económico y estratégico. Felipe V se opuso a tales componendas, sobre todo por los proyectos de la reina Isabel de conseguir los dominios de los Farnesio para sus hijos, enturbiados por la crisis sucesoria de Toscana. Cualquier incidente sin aparente trascendencia podría desencadenar la guerra por el complicado entramado de conveniencias que los diplomáticos no acertaban a dilucidar. El camino a seguir era el acercamiento a Carlos VI, ahora enfrascado con los turcos después de la denuncia de la tregua de 1699 y la victoria de los ejércitos del príncipe Eugenio en Petervarad, en 1716. En 1718 había tomado Belgrado y, gracias a la mediación de Gran Bretaña y las Provincias Unidas, que buscaban su amistad con desesperación, se firmó la Paz de Passarowitz, en julio de 1718, con la recuperación por los turcos de Morea y la obtención por Austria del banato de Temesvar, Serbia y Valaquia. Cuando, en junio de ese mismo año, los españoles pusieron en marcha la campaña de Sicilia, el emperador aceptó adherirse a la coalición y se constituyó la Cuádruple Alianza- Los términos del acuerdo no dejaban lugar a dudas: reconocía los derechos de Jorge I y del regente a sus tronos, renunciaba a la Corona española, aceptaba, bajo su soberanía, el traspaso a don Carlos de Borbón de los territorios de Parma y Florencia, y cambiaba a Saboya la isla de Sicilia por Cerdeña, con la promesa de su candidatura si se extinguiese la rama hispana.
Frustrado el entramado de intrigas de Alberoni en todos los frentes, España quedó aislada y su escuadra fue destruida por la británica en la batalla de Passaro, en Mesina. Los Estuardo apenas intranquilizaban a los Hannover, los turcos estaban completamente derrotados, los embajadores de Londres consiguieron un pacto entre Rusia y Francia, Carlos XII había muerto y la conspiración contra el regente sólo sirvió para que París se decidiese a entrar en la guerra e invadiese Fuenterrabía y San Sebastián. Con la caída de Alberoni, en 1719, por considerarle el causante de todos los descalabros, Felipe V se propuso una aproximación a los Borbones franceses para que le apoyaran en la devolución de Gibraltar y en la autonomía de los ducados italianos, pero fracasó. En enero de 1720, por el Tratado de Madrid, España se unía a la Cuádruple Alianza con todas sus consecuencias: la retirada de los ejércitos enemigos de la Península le costó la renuncia a la Corona vecina, Sicilia quedaba en manos del emperador, Cerdeña en las de Saboya y don Carlos tendría Parma, Toscana y Piacenza, si bien bajo la tutela de Viena.
Reunidos los plenipotenciarios en Cambray, tal como se estipulaba en Madrid, para dilucidar aspectos concretos necesarios en la ejecución del tratado, las conversaciones denunciaron los roces existentes entre los participantes con un desarrollo lento e infructuoso. España llevó a las mesas la reclamación de Gibraltar sin éxito, aunque sí consiguió el respaldo de Francia y la posibilidad de contactos particulares que llevaron a la firma de un pacto secreto en marzo de 1721, por el que, además, apoyaba las pretensiones italianas de la reina Isabel y quedaban fijados los matrimonios de la infanta española Mariana con Luis XV y de la hija del regente, Luisa Isabel, con el infante don Luis; lo cierto fue que el duque de Orleans se comprometió en asuntos internacionales sobre los que no tenía total autoridad. Al mismo tiempo, Felipe V manifestaba su preocupación por el retraso del permiso imperial a don Carlos para que tomara posesión de las tierras de los Farnesio, en especial cuando se conocían las peligrosas quejas del resto de los pretendientes. Viena también se sintió decepcionada en Cambray, aunque no planteó posturas discordantes, porque su verdadero interés se centraba en el reconocimiento internacional a la Pragmática Sanción. Ya contaba con el respaldo de sus territorios patrimoniales y de aquellos alemanes sobre los que tenia mayor influencia, pero faltaba el consenso de los principales Estados. Por otro lado, su dependencia de los subsidios aportados por las potencias marítimas habían obligado a la aceptación de compromisos intolerables, como era él intervencionismo en las finanzas imperiales. Para evadirse y aumentar sus ingresos, planeó la conversión de Austria en una potencia marítima y comercial con base en los puertos mediterráneos y la reactivación económica de los Países Bajos y de sus centros de intercambio, por ejemplo, Amberes. Tales proyectos chocaron con la política británica, aquejada por una crisis financiera, resultado de la quiebra de las compañías monopolísticas ultramarinas. También en Francia los problemas hacendísticos habían impedido la puesta en práctica del sistema Law, a lo que se unía el pesimismo derivado de la desmembración del Imperio sueco en 1721 y el consiguiente retroceso de su influencia en el Norte.
Todos estos hechos contribuyeron al enfriamiento de relaciones y a la existencia de una tensa calma que no mejoró con los cambios ministeriales. En Versalles entró en escena el duque de Borbón y en Londres el duque de Newcastle, caracterizado por su manifiesta hostilidad hacia los Habsburgo. Enemistad ahora reavivada con las reformas introducidas por Carlos VI, la fundación de la Compañía de Ostende en 1722, el enfrentamiento con las potencias marítimas y la descomposición de los sistemas laboriosamente trazados por Dubois y Stanhope. Había resucitado el terror de los holandeses por la reaparición de Amberes en los círculos financieros; tampoco ocultaba sus planes sobre los escenarios ultramarinos. No obstante, la expansión más inmediata estaba proyectada por el Mediterráneo con la instalación de Austria en Nápoles y Sicilia. El monopolio del comercio con Oriente, obtenido en Passarowitz, se entregó a una compañía monopolística, y Fiume y Trieste pasaron a centralizar los intercambios y a rivalizar con Génova y Liorna. Enterado el emperador de la futura propuesta de los holandeses relativa a la desaparición de la Compañía de Ostende en Cambray, bloqueó las negociaciones para que no se llevaran a cabo las propuestas económicas de los diferentes países y empezó a desconfiar de los coaligados. Para mayor confusión, Felipe V exigió el reconocimiento de los derechos de don Carlos, fijados en 1718, y la devolución de Gibraltar. Carlos VI quiso desviar la atención española y concedió cartas de investidura sin valor inicial para Toscana y Parma, pero no dio paso a la toma de posesión. Desoídas las quejas madrileñas por Francia y Gran Bretaña, Felipe V e Isabel decidieron el acercamiento a Viena como único medio de conseguir sus objetivos. El Congreso de Cambray fracasó ante la falta de consenso.
Ripperdá fue el encargado de la embajada, favorecida por la crisis diplomática motivada por la devolución de la infanta española. El duque de Borbón aducía la imposibilidad de la espera porque la infanta era una niña, si bien, en realidad su enemistad con la familia Orleans le indujo al rápido matrimonio de Luis XV, pues si moría la Corona pasaría al hijo del anterior regente. El hecho precipitó la aproximación a Austria y, en abril de 1725, se firmaba el primer Tratado de Viena, que borraba el antagonismo de la década anterior. Madrid reconoció la Pragmática Sanción, Carlos VI se comprometió a intervenir para la devolución de Gibraltar, establecieron acuerdos comerciales para la Península y América y concertaron el matrimonio de un hijo de Felipe V con una archiduquesa. La política entre Borbones y Habsburgos resultaba anacrónica y dominada por preocupaciones personales. La reacción diplomática dirigida por Walpole cuajó en la Liga de Hannover, en septiembre de 1725, compuesta por Gran Bretaña, Francia, Dinamarca, Suecia, Holanda y Prusia. A la presencia de barcos británicos en el Báltico, América y el Mediterráneo, siguió la confiscación por España de sus navíos mercantes, y la consiguiente declaración de guerra. Carlos VI se mostró reacio de momento a mezclarse en un problema exclusivamente español y sólo llamó a su embajador en Londres. La política pacifista de Fleury logró que el conflicto no alcanzara mayores dimensiones, apenas unas escaramuzas en Gibraltar, y reunió un nuevo congreso en Soissons, desoyendo las opiniones de Chauvelen. También el duque de Holstein, Carlos Federico, empezó la reconquista de Schleswig, controlado por Dinamarca, y Versalles tuvo que mediar para que Rusia no se aprovechara del incidente con el fin de desacreditar a Federico I de Suecia y conseguir mayores ventajas en el Báltico. Sin embargo, la muerte de la zarina diluyó el problema por la falta de apoyo efectivo de la Corte rusa, lo que hizo reconsiderar su posición a Prusia, que abandonó la Liga para firmar un pacto de neutralidad con el zar y una alianza con Austria. Gran Bretaña, temerosa de la influencia imperial en el Norte, envió una escuadra que sólo sirvió para unir a sus enemigos.